domingo, 31 de enero de 2010

Dia [56] - En Una Esquina Del Corazón (Cap 1: Cortocircuito)

No sabía que hacer, ni adónde ir.
Caminaba. Lo hacía perdida, oculta, igual que una sombra huidiza a la que nadie veía porque, además, se sentía transparente. La gente que llenaba las calles, como cualquier viernes por la noche, iba de un lado a otro tan indiferente que mirarla también le hacía daño.
Lo mismo que respirar, sentir.
Todo un mundo ajeno a ella que parecía burlarse de su soledad, sus lágrimas interiores, su dolor anímico, tan invisible y, sin embargo, tan poderoso.
De pronto se detuvo.
Solo porque lo acababan de hacer los que la precedían.
Levantó la cabeza y vio el semáforo. La proximidad de la gente y, sobre todo, sus voces la aturdieron todavía más. Era igual que sintonizar una docena de emisoras al mismo tiempo. A su lado, una pareja reía con fuerza. La chica echaba la cabeza hacia atrás, mostrando la generosidad de su boca abierta, los dientes perfectos, y él la estrechaba por la cintura, como para impedir que cayera víctima de su descontrol. Su risa era franca, contagiosa. Al otro lado, unos treintañeros discutían sobre el restaurante que les apetecía para cenar. La mujer prefería un chino, y él, un italiano. La alternativa era un mexicano, y eso cerró un pacto con el que se sintieron cómodos. Lo sellaron con una mirada dulce y una sonrisa suave, mientras sus manos se apretaban un poco más. Por delante, otras dos parejas mantenían sendas conversaciones, más austeras y lejanas, imperceptibles.
Sabía que si volvía la cabeza, vería más y más parejas.
Parejas.
La única solitaria parecía ella.
El mundo caminaba a dúo porque quienes estaban solos eran invisibles, se desvanecían o no salían de sus casas.
Quiso echar a correr, cruzar la calzada en rojo, desafiar a ese mundo.
Cuando el semáforo se puso verde y los automóviles se detuvieron, la riada humana que se desperezaba bajo la primera hora de la noche comenzó a avanzar.
Continuó caminando.
Lo peor era el martilleo de su mente.
El eco.
La conversación sostenida con Juan Manuel hacía un rato, o mas bien su monólogo.
- Lo siento, de verdad... No creí que... Pero es mejor así, antes de que lo compliquemos más. Ahora estamos a tiempo, ¿verdad? Quiero decir que... Bueno, ya me entiendes.
Ella le había preguntado:
- ¿Por qué?
Y él, apartando la mirada, le había respondido:
- Esas cosas pasan. Fue un cuelgue. Ya sabes, todo ese rollo de las feromonas y la adrenalina y qué sé yo. Imagino que nos dio más fuerte de lo normal y que por eso...
- Dijiste que me querías.
El naufragio de sus ojos fue peor que el del Titanic.
Y ella había insistido:
- ¿Era mentira?
- No, claro, pero...
- Lo dijiste.
Después de una larga pausa, Juan Manuel le repitió lo mismo.
- Lo siento.
Lo sentía. ¿Qué sentía? ¿Haberle dicho que la amaba? ¿Haber empleado tantos días para conquistarla, convencerla, enamorarla? ¿Dejarla inesperadamente justo cuando ella creía que habían superado las primeras barreras del amor? ¿Arrastrarla a toda aquella locura de la que ahora no sabía como escapar?
Juan Manuel, su Juan Manuel, la persona a quien había confiado todos sus sueños, todas sus esperanzas, su propia vida...
De pronto le decía que todo había terminado.
Que lo sentía.
Y adiós.
Nunca se había enamorado antes. Era el primero. Así que también era su primer rechazo, el duro encuentro con el filo de la vida.
La estaba cortando en dos.
Sus pasos perdidos se apartaron del flujo humano. Buscó una calle oscura, menos transitada y cuando le encontró se sumergió en ella recuperando su equilibrio tras la tormenta auditiva. Un equilibrio frágil, sustentado en su caminar. Temía detenerse. ¿O era el mundo el que se movía y no la dejaba bajar? Ni siquiera sabía dónde estaba. Pero más miedo le daba regresar a casa, sola. Sus padres se habían ido a pasar el fin de semana fuera; no regresarían hasta el domingo por la noche. Los había convencido para que la dejaran quedarse. Ningún problema. Diecisiete años eran diecisiete años. Confiaban en ella.
Y ella acababa de perder la confianza en el universo entero.
Se cruzó con tres chicos jóvenes, más o menos de su edad, uno tal ves un poco mayor. No es que los mirase, fue más bien un acto de reflejo. La calle solitaria, el rumor de los pasos, su desparpajo juvenil... Uno de ellos le dio un codazo a otro. Fue una imagen fugaz. Era guapa. De eso sí tenía constancia. Una belleza natural: labios hermosos, ojos grandes y vivos, nariz equilibrada, el cabello largo y armónico, la piel suave, el cuerpo proporcionado y toda aquella dulzura envolviéndola...
- Eres tan dulce...
Juan Manuel se lo había dicho al darle el primer beso.
Mientras ella cerraba los ojos y el tiempo se detenía entre dos segundos.
Comprendió que la herida se abría más y más, que todo era tan reciente que lo peor estaba por llegar; y eso la asustó aún más. Una hora antes era feliz. Una hora antes la vida le sonreía. De pronto, el pasado se alejaba y la enfrentaba un presente amargo y un futuro incierto. El miedo se hizo pánico: el pánico, locura: la locura, angustia.
Quería llorar y no podía.
Algo en su interior le impedía hacerlo.
Se apoyó en una pared. El dolor era cada vez más fuerte, y también el vértigo, el zumbido en sus oídos y la danza infernal de cuanto la rodeaba. El mundo se había vuelto inestable. Se movía.
Y ella se estaba rompiendo.
Esa era la palabra: romper.
Lo notó en su pecho.
Pudo escuchar el crujido, sentir las grietas que aumentaban de tamaño, percibir cómo se quebraban las paredes y los músculos de su corazón.
Se llevó una mano al pecho.
No podía respirar.
- No... es... posible... -gimió.
Pero lo era. No se trataba de una sensación. Sentía cómo se le estaba rompiendo el corazón.
De verdad.
Ya no había nadie en la calle. Nadie a quien recurrir. La noche formaba un manto, el tráfico pertenecía al más allá inmediato situado a ambos lados de donde se encontraba. Su mano se crispó en la pared mientras el dolor subía y subía por sus terminaciones nerviosas hasta adueñarse de su cerebro.
Se le nublaron los ojos.
Y se sintió estúpida.
No quería morir, pese a todo. Quería vivir.
Y se le estaba rompiendo el corazón.
Por amor.
Por desamor.
Luego escuchó aquel lejano trueno, aquel "crac" interior.
Lo último de lo que tuvo consciencia Mari Luz fue la forma en que se sumergió en la oscuridad; una negrura esponjosa, blanda, igual que una arena movediza suave que la engulló por completo.

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